lunes, 14 de diciembre de 2009

Amaos unos a otros como yo os he amado

"Amaos unos a otros como yo os he amado" (Jn 13, 34)
XXII Jornada Mundial de la Juventud

¿Es posible amar? Toda persona siente el deseo de amar y de ser amada. Sin embargo, ¡qué difícil es amar, cuántos errores y fracasos se producen en el amor! Hay quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Las carencias afectivas o las desilusiones sentimentales pueden hacernos pensar que amar es una utopía, un sueño inalcanzable, ¿habrá, pues, que resignarse? ¡No! El amor es posible y la finalidad de este mensaje mío es contribuir a reavivar en cada uno de vosotros, que sois el futuro y la esperanza de la humanidad, la fe en el amor verdadero, fiel y fuerte; un amor que produce paz y alegría; un amor que une a las personas, haciéndolas sentirse libres en el respeto mutuo. Dejadme ahora que recorra con vosotros, en tres momentos, un itinerario hacia el “descubrimiento” del amor.

Dios, fuente del amor El primer momento hace referencia a la única fuente del amor verdadero, que es Dios. San Juan lo subraya bien cuando afirma que «Dios es amor» (1Jn 4,8.16); con ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor. Estamos aquí ante la revelación más esplendorosa de la fuente del amor que es el misterio trinitario: en Dios, uno y trino, hay una eterna comunicación de amor entre las personas del Padre y del Hijo, y este amor no es una energía o un sentimiento, sino una persona: el Espíritu Santo.

La Cruz de Cristo revela plenamente el amor de Dios ¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? Estamos aquí en el segundo momento de nuestro itinerario. Aunque los signos del amor divino ya son claros en la creación, la revelación plena del misterio íntimo de Dios se realizó en la Encarnación, cuando Dios mismo se hizo hombre. En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. De hecho, «la verdadera originalidad del Nuevo Testamento —he escrito en la Encíclica Deus caritas est— no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito» (n. 12). La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8). Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: «Cristo me amó y se entregó por mí» (cf. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites. La Cruz, locura para el mundo, escándalo para muchos creyentes, es en cambio «sabiduría de Dios» para los que se dejan tocar en lo más profundo del propio ser, «pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Co 1,24-25). Más aún, el Crucificado, que después de la resurrección lleva para siempre los signos de la propia pasión, pone de relieve las “falsificaciones” y mentiras sobre Dios que hay tras la violencia, la venganza y la exclusión. Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo y extirpa el odio del corazón del hombre. Ésta es su verdadera “revolución”: el amor.

Amar al prójimo como Cristo nos ama Llegamos aquí al tercer momento de nuestra reflexión. En la Cruz Cristo grita: «Tengo sed» (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la intensidad de este misterio nos damos cuenta de la necesidad y la urgencia de que lo amemos «como» Él nos ha amado. Esto comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. Ya en el Antiguo Testamento Dios había dicho: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18), pero la novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los enemigos, «hasta el extremo» (cf. Jn 13,1).

Testigos del amor de Cristo Quisiera ahora detenerme en tres ámbitos de la vida cotidiana en los que vosotros, queridos jóvenes, estáis llamados de modo particular a manifestar el amor de Dios. El primero es la Iglesia, que es nuestra familia espiritual, compuesta por todos los discípulos de Cristo. Siendo testigos de sus palabras — «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros» (Jn 13,35) —, alimentad con vuestro entusiasmo y vuestra caridad las actividades de las parroquias, de las comunidades, de los movimientos eclesiales y de los grupos juveniles a los que pertenecéis. Sed solícitos en buscar el bien de los demás, fieles a los compromisos adquiridos. No dudéis en renunciar con alegría a algunas de vuestras diversiones, aceptad de buena gana los sacrificios necesarios, dad testimonio de vuestro amor fiel a Cristo anunciando su Evangelio especialmente entre vuestros coetáneos.

Prepararse para el futuro El segundo ámbito donde estáis llamados a expresar el amor y a crecer en él es vuestra preparación para el futuro que os espera. Si sois novios, Dios tiene un proyecto de amor sobre vuestro futuro matrimonio y vuestra familia, y es esencial que lo descubráis con la ayuda de la Iglesia, libres del prejuicio tan difundido según el cual el cristianismo, con sus preceptos y prohibiciones, pone obstáculos a la alegría del amor y, en particular, impide disfrutar plenamente esa felicidad que el hombre y la mujer buscan en su amor recíproco. El amor del hombre y de la mujer da origen a la familia humana y la pareja formada por ellos tiene su fundamento en el plan original de Dios (cf. Gn 2,18-25). Aprender a amarse como pareja es un camino maravilloso, que sin embargo requiere un aprendizaje laborioso. El período del noviazgo, fundamental para formar una pareja, es un tiempo de espera y de preparación, que se ha de vivir en la castidad de los gestos y de las palabras. Esto permite madurar en el amor, en el cuidado y la atención del otro; ayuda a ejercitar el autodominio, a desarrollar el respeto por el otro, características del verdadero amor que no busca en primer lugar la propia satisfacción ni el propio bienestar. En la oración común pedid al Señor que cuide y acreciente vuestro amor y lo purifique de todo egoísmo. No dudéis en responder generosamente a la llamada del Señor, porque el matrimonio cristiano es una verdadera y auténtica vocación en la Iglesia. Igualmente, queridos y queridas jóvenes, si Dios os llama a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial o de la vida consagrada, estad preparados para decir “sí”. Vuestro ejemplo será un aliciente para muchos de vuestros coetáneos, que están buscando la verdadera felicidad.

Crecer en el amor cada día El tercer ámbito del compromiso que conlleva el amor es el de la vida cotidiana en sus diversos aspectos. Me refiero sobre todo a la familia, al estudio, al trabajo y al tiempo libre. Queridos jóvenes, cultivad vuestros talentos no sólo para conquistar una posición social, sino también para ayudar a los demás “a crecer”. Desarrollad vuestras capacidades, no sólo para ser más “competitivos” y “productivos”, sino para ser “testigos de la caridad”. Unid a la formación profesional el esfuerzo por adquirir conocimientos religiosos, útiles para poder desempeñar de manera responsable vuestra misión. De modo particular, os invito a profundizar en la Doctrina Social de la Iglesia, para que sus principios inspiren e iluminen vuestra actuación en el mundo. Que el Espíritu Santo os haga creativos en la caridad, perseverantes en los compromisos que asumís y audaces en vuestras iniciativas, contribuyendo así a la edificación de la “civilización del amor”. El horizonte del amor es realmente ilimitado: ¡es el mundo entero!

“Atreverse a amar” siguiendo el ejemplo de los santos Queridos jóvenes, quisiera invitaros a “atreverse a amar”, a no desear más que un amor fuerte y hermoso, capaz de hacer de toda vuestra vida una gozosa realización del don de vosotros mismos a Dios y a los hermanos, imitando a Aquél que, por medio del amor, ha vencido para siempre el odio y la muerte (cf. Ap 5,13). El amor es la única fuerza capaz de cambiar el corazón del hombre y de la humanidad entera, haciendo fructíferas las relaciones entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre culturas y civilizaciones. De esto da testimonio la vida de los santos, verdaderos amigos de Dios, que son cauce y reflejo de este amor originario. Esforzaos en conocerlos mejor, encomendaos a su intercesión, intentad vivir como ellos. Me limito a citar a la Madre Teresa que, para corresponder con prontitud al grito de Cristo «Tengo sed», grito que la había conmovido profundamente, comenzó a recoger a los moribundos de las calles de Calcuta, en la India. Desde entonces, el único deseo de su vida fue saciar la sed de amor de Jesús, no de palabra, sino con obras concretas, reconociendo su rostro desfigurado, sediento de amor, en el rostro de los más pobres entre los pobres. La beata Teresa puso en práctica la enseñanza del Señor: «Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y el mensaje de esta humilde testigo del amor se ha difundido por el mundo entero.

El secreto del amor Cada uno de nosotros, queridos amigos, puede llegar a este grado de amor, pero solamente con la ayuda indispensable de la gracia divina. Sólo la ayuda del Señor nos permite superar el desaliento ante la tarea enorme por realizar y nos infunde el valor de llevar a cabo lo que humanamente es impensable. La gran escuela del amor es, sobre todo, la Eucaristía. Cuando se participa regularmente y con devoción en la Santa Misa, cuando se pasan largos ratos de adoración en compañía de Jesús eucarístico, es más fácil comprender lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo de su amor, que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,17-18). Además, el compartir el Pan eucarístico con los hermanos de la comunidad eclesial nos impulsa a convertir “con prontitud” el amor de Cristo en generoso servicio a los hermanos, como lo hizo la Virgen con Isabel.

Hacia el encuentro de Sídney A este respecto, resulta iluminadora la exhortación del apóstol Juan: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad» (1Jn 3,18-19). Queridos jóvenes, con este espíritu os invito a vivir la próxima Jornada Mundial de la Juventud junto con vuestros obispos en las propias diócesis. Ésta representará una etapa importante hacia el encuentro de Sídney, cuyo tema será: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (cf. Hch 1,8). María, Madre de Cristo y de la Iglesia, os ayude a hacer resonar en todas partes el grito que ha cambiado el mundo: «¡Dios es amor!». Os acompaño con la oración y os bendigo de corazón. Vaticano, 27 de enero de 2007.

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